lunes, 21 de junio de 2010

niños


Sin acabar aún la primera fase del Mundial, dos cosas van a quedar en la retina. La primera es el balón, ese engendro fruto del matrimono forzado entre el nivea de toda la vida y la bola que marcó los 80 que se puede encontrar en verbena que se precie. La segunda es un conjunto, cualquier cosa que tenga lugar fuera de la cancha, Portugal aparte. Todo bajo el son de las bubuzelas en el crepúsculo surafricano. Porque lo cierto es que, por el momento, lo más divertido del que dicen espectáculo más importante del mundo no pasa a ras de céped. El inglés borracho (pleonasmo) que entró en el vestuario de Inglaterra como la reina madre en el mueble bar de Palacio para cumplir el sueño de cualquier aficionado cuyo equipo acaba de hacer el ridículo, esto es cagarse en los muertos de los jugadores, sólo puede ser comparado a ese Anelka caminando por la terminal del aeropuerto tras haber hecho de aficionado encabronado en su propio vestuario. La diferencia es que el inglés borracho ya es un ídolo en Inglaterra, mientras que Anelka vuela a Inglaterra, único país del mundo donde lo dejarían entrar de esa facha sin que un hermano le mostrara lo que es un examen rectal. Anelka es uno de esos futbolistas que cumplirá los cincuenta y aún tendrá palmero que advierta de su próxima explosión como jugador. Su carrera no difiere mucho de la del ladrón de guante blanco. Tiene algo de admirativo, a fin de cuentas no es fácil pasarse media vida chuleando al personal con la excusa de ser un entrañable enfant terrible. Lo de Francia es sintomático del fracaso de Europa. En Sudamérica, a los pobres de solemnidad les queda el balón como única válvula de escape. Hay quien lo aprovecha con creces. En Francia pasa algo semejante. La salvedad es que una vez que han coseguido hacer carrera a pelotazos, a algunos les cuesta dejar atrás ciertas costumbres de sus barrios. El encanto de los niños malos.

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