viernes, 26 de noviembre de 2010

Miami, 30 años después del Mariel

Ivonne Cuesta tenía entonces sólo siete años. Sus recuerdos no discurren de manera lineal, sino en una sucesión de escenas que con la ayuda de sus familiares, ha sabido reconstruir para concebir la historia de su propia vida. La de su salida de Cuba como una más de las decenas de miles de exiliados que abandonaron la isla en dirección a EEUU entre abril y octubre de 1980, en un fenómeno migratorio que recibió el nombre de éxodo del Mariel y del que ahora se celebra en Miami el 30º aniversario. Su huida cambió la existencia de aquella niña asustada, pero también la de una ciudad entera que nunca volvió a ser la misma.

Algunos parientes de Ivonne Cuesta ya habían salido de Cuba en las décadas de los sesenta y setenta, a cuenta gotas, pero ella y su madre tuvieron que esperar al 3 de junio de 1980. Ivonne Cuesta es hoy una atractiva mujer de 37 años, de tez blanquísima, ojos rasgados y pelo negro azabache. Me recibe en su despacho, en la planta 24 del edificio Lawson Thomas, uno de los inmuebles que conforman el distrito judicial número 11 del Estado de Florida, en el centro de Miami, donde ejerce como supervisora del cuerpo de abogados criminalistas de oficio. “Recuerdo que mi madre me decía todos los días que nos íbamos a ir del país pero que no podía contárselo a nadie, que era un secreto entre nosotras”. Un juego infantil detrás del que se escondía el miedo a que seguidores del régimen se plantaran delante de su puerta, “una casa colonial con las paredes muy blancas y los techos muy altos” y les organizaran un acto de repudio. Acciones de este tipo, consistentes en que un grupo de personas gritan consignas y lanzan insultos contra los considerados traidores a la patria y la Revolución de los Castro, son habituales, aunque cada vez menos, en las calles de La Habana. “Durante semanas, mi madre llenaba una pequeña maleta con ropa y nos íbamos a pasar la noche a casa de mi abuela. Yo no entendía por qué, pero una noche la Policía tocó a la puerta y dijo que nuestra hora había llegado”. Era el 29 de junio.

Junto a su madre, sus dos abuelas y unos tíos fue trasladada a la playa habanera de Abreu Fontán donde se reunió con otros familiares. Sobre la arena y sin más cobijo que las estrellas esperaron un par de días la llegada del The Mahogony Manor, un viejo velero de recreo que unos parientes residentes en Puerto Rico habían contratado para traerlos a EEUU en busca de la ansiada libertad. “Recuerdo que era un barco precioso, de madera con tres palos”, dice Ivonne con una leve sonrisa dibujada en el rostro. “Tras el viaje quedó destrozado”.

Las autoridades cubanas permitieron la salida del barco el día 2, pero una fuerte tormenta le obligó a regresar al puerto de Mariel. Allí, desde abril, miles de cubanos aguardaban, impacientes, a subir a bordo de otros buques que los llevasen también hacia las tierras de la Florida en una sangría controlada que duraría hasta mediados de octubre. La ocasión definitiva para Ivonne y los suyos llegó al día siguiente. La travesía hacia Cayo Hueso (Key West en inglés, aunque los hispanos mantienen el nombre que le dieron los primeros conquistadores españoles debido a la cantidad de osamentas encontradas en sus playas), el punto de los EEUU más cercano a la isla, duró todo un día que se hizo interminable a causa de una nueva tormenta que dejó al barco al antojo del oleaje. Tras lanzar un aviso de socorro, helicópteros de los Guardacostas estadounidenses hallaron la embarcación a la deriva y evacuaron a todos sus ocupantes.

“De aquel viaje tengo tres cosas grabadas”. La abogada habla casi sin tiempo para respirar. Mueve sus manos constantemente. Se coloca el pelo revoltoso tras las orejas. Detrás de tanta actividad se adivina un intento de contener sus emociones ante la reconstrucción de su vida. “Nunca olvidaré el olor a vómitos, porque todos se mareaban y vomitaban y eso pese a que hacía horas que no comíamos nada. Me acuerdo de que el agua inundaba los camarotes donde nos encontrábamos, a los adultos le llegaba a las rodillas. Pero sobre todo, recuerdo el miedo dibujado en sus rostros”. Casi de noche llegaron a un portaaviones estadounidense y en “una sala enorme con cientos de sillas colocadas en fila”, aguardaron junto a otros compatriotas a que un oficial les diese la bienvenida a suelo norteamericano y, como no, “a la libertad”.

“Nos dieron mantas, una lata de Coca Cola y una manzana roja a cada uno. Yo en mi vida había visto una manzana roja. Me acuerdo que mi madre me miró con lágrimas en los ojos y me dijo: ‘sobrevivimos y somos libres”. Acostumbrada a lidiar con la rama más dura del férreo sistema judicial estadounidense, a Cuesta se le quiebra la voz.

En EEUU las esperaban sus familiares y con ellos se trasladaron a Miami. Tras los primeros días “en los que todo era fiesta y celebración” comenzó una nueva realidad que, por momentos se antojó incluso más dura que la dejada atrás en la isla caribeña. En el país de la libertad y las oportunidades nadie regalaba nada y el propio exilio que había ayudado al éxodo del Mariel descubrió que soltar a miles de personas en una comunidad con demasiados problemas no iba sino a incrementarlos.

El éxodo del Mariel tiene su inicio un 5 de abril de 1980 cuando unos diez mil cubanos ocuparon la embajada de Perú en La Habana solicitando asilo diplomático, con el objetivo de abandonar el país previo salvoconducto emitido por el régimen castrista. Reacio en un principio, Fidel Castro aceptó después la salida de miles de cubanos a condición de que fueran sus familiares los encargados de recogerlos en el Puerto de Mariel, al noroeste de la isla. Más de 125.000 personas abandonarían la isla hasta octubre, cifra que superaba los 30.000 ciudadanos que habían salido en 1965 en otro éxodo masivo, en aquella ocasión desde el puerto de Camarioca.


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